Durante siglos
se ha considerado el término hombre como sinónimo de la
humanidad en general, prescindiendo de las mujeres. De este modo, el hombre se
erige en modelo universalmente válido, lo que define esencialmente al
androcentrismo propio de toda sociedad patriarcal. En consecuencia, la mujer
queda excluida del orden de la representación y de la cultura, excepto bajo una
forma puramente negativa, como reverso, carencia o fallo.
Debemos
recordar que los términos masculino y femenino no
son sinónimos de hombre y mujer. Por un
lado, están los hombres y mujeres como entidades empíricas, en un doble
sentido: en primer lugar, como seres diferenciados naturalmente por sus
caracteres sexuales anatómicos y, en segundo lugar, como grupos sociales
distintos, a los que se asigna y de los que se espera el desempeño de
determinados roles, es decir, como colectivos socialmente existentes.
Por otro lado,
tenemos las representaciones de la feminidad y la masculinidad, que no tienen
una existencia empírica sino que, son construcciones teóricas de contenido
variable según los grupos humanos y los momentos históricos. Es decir, se trata
de creaciones culturales que se ofrecen (o se imponen) a los sujetos como
modelos ideales que, a su vez, son incorporados por cada uno bajo la forma de
un ideal del yo. Este ideal va a orientar el comportamiento,
la imagen de sí y la auto-estima de hombres y mujeres. Tanto su percepción de
sí mismos como sus metas y aspiraciones estarán reguladas por esos ideales.
Pero el hecho
de que cada uno de nosotros, ya sea hombre o mujer, se identifica en su
infancia con los progenitores de ambos sexos, así como con otras figuras
significativas de su ambiente portadoras de los emblemas y modelos referentes a
cada uno de los sexos, determina que nadie pueda llegar a tener una identidad
total y absolutamente masculina o femenina. De hecho, cada ser humano integra
rasgos y características codificadas como masculinos y femeninos, mezclados en
diversas proporciones, y tiende a reprimir o anular todo aquello que no
corresponde a lo que los valores que ha asumido definen como propio de su sexo.
No existe
ninguna cultura en la que no se observe un reconocimiento de la diferencia
entre los sexos, pero ésta no tiene ningún significado esencial, podríamos
decir que es un hecho “en bruto” que no podemos negar. Se trata de una cuestión
fundamental tanto para la sociedad como para cada persona en particular, puesto
que lo que está en juego es un problema esencial: la necesidad de
articular el reconocimiento de la diferencia entre los sexos con el de la
igualdad de hombres y mujeres en tanto miembros de la especie humana.
Para todo sujeto
sería angustiante la separación absoluta de los sexos, como si se tratara casi
de dos especies diferentes, pero también lo sería la identificación de ambos en
una supuesta categoría universal desconocedora de las diferencias existentes
entre ellos.
El
problema consiste en que a este reconocimiento se agrega un segundo paso, que
consiste en dotar a los términos de la polaridad de unos contenidos
determinados que reflejan las diversas formas de concebir y definir la
feminidad y la masculinidad.
La cosificación de la
diferencia sexual, que divide las categorías de masculino y lo femenino y las
entiende como esenciales y eternas, ejerce la misma violencia sobre todos los
individuos, sean hombres o mujeres, puesto que los congela en unas identidades
establecidas a priori.
Asimismo, unas
definiciones demasiado claras y evidentes nos obligarían a ignorar las
contradicciones y combinaciones de rasgos femeninos y masculinos que existen en
cada mujer y en cada hombre. De modo que el cuestionamiento de los significados
que se asignan a la feminidad y a la masculinidad implica inaugurar una amplia
gama de posibilidades, reconocer que las características de la personalidad y
los deseos singulares resultan no sólo de las diferencias entre hombres y
mujeres, sino también de las diferencias que existen entre las
mujeres, entre los hombres, e incluso en el seno de cada sujeto. La apertura de
las categorías ofrece la posibilidad de aceptar la diversidad de formas en que
hombres y mujeres pueden definir o experimentar su masculinidad o feminidad.
Entonces,
¿Tiene cabida en nuestra sociedad todo lo que pueda encasillarse fuera de lo
masculino y femenino a la hora de expresarnos?
¿Tenemos tan
asumidos nuestros roles, que nos asustaría no identificarnos con ellos?
Si al final
todos/as y cada uno/a de nosotros/as somos personas, seres humanos, ¿Por qué
tanto juicio por la libertad de expresión de género?
(Luces y sombras del
comcepto de género, Silvia Tubert)
No hay comentarios:
Publicar un comentario