martes, 14 de mayo de 2019

Lo que revela la perspectiva de género


Durante siglos se ha considerado el término hombre como sinónimo de la humanidad en general, prescindiendo de las mujeres. De este modo, el hombre se erige en modelo universalmente válido, lo que define esencialmente al androcentrismo propio de toda sociedad patriarcal. En consecuencia, la mujer queda excluida del orden de la representación y de la cultura, excepto bajo una forma puramente negativa, como reverso, carencia o fallo.
Debemos recordar que los términos masculino  y femenino  no son sinónimos de hombre  y mujer. Por un lado, están los hombres y mujeres como entidades empíricas, en un doble sentido: en primer lugar, como seres diferenciados naturalmente por sus caracteres sexuales anatómicos y, en segundo lugar, como grupos sociales distintos, a los que se asigna y de los que se espera el desempeño de determinados roles, es decir, como colectivos socialmente existentes.
Por otro lado, tenemos las representaciones de la feminidad y la masculinidad, que no tienen una existencia empírica sino que, son construcciones teóricas de contenido variable según los grupos humanos y los momentos históricos. Es decir, se trata de creaciones culturales que se ofrecen (o se imponen) a los sujetos como modelos ideales que, a su vez, son incorporados por cada uno bajo la forma de un ideal del yo. Este ideal va a orientar el comportamiento, la imagen de sí y la auto-estima de hombres y mujeres. Tanto su percepción de sí mismos como sus metas y aspiraciones estarán reguladas por esos ideales.
Pero el hecho de que cada uno de nosotros, ya sea hombre o mujer, se identifica en su infancia con los progenitores de ambos sexos, así como con otras figuras significativas de su ambiente portadoras de los emblemas y modelos referentes a cada uno de los sexos, determina que nadie pueda llegar a tener una identidad total y absolutamente masculina o femenina. De hecho, cada ser humano integra rasgos y características codificadas como masculinos y femeninos, mezclados en diversas proporciones, y tiende a reprimir o anular todo aquello que no corresponde a lo que los valores que ha asumido definen como propio de su sexo.
No existe ninguna cultura en la que no se observe un reconocimiento de la diferencia entre los sexos, pero ésta no tiene ningún significado esencial, podríamos decir que es un hecho “en bruto” que no podemos negar. Se trata de una cuestión fundamental tanto para la sociedad como para cada persona en particular, puesto que lo que está en juego es un problema esencial: la necesidad de articular el reconocimiento de la diferencia entre los sexos con el de la igualdad de hombres y mujeres en tanto miembros de la especie humana.
Para todo sujeto sería angustiante la separación absoluta de los sexos, como si se tratara casi de dos especies diferentes, pero también lo sería la identificación de ambos en una supuesta categoría universal desconocedora de las diferencias existentes entre ellos.
 El problema consiste en que a este reconocimiento se agrega un segundo paso, que consiste en dotar a los términos de la polaridad de unos contenidos determinados que reflejan las diversas formas de concebir y definir la feminidad y la masculinidad.

La cosificación de la diferencia sexual, que divide las categorías de masculino y lo femenino y las entiende como esenciales y eternas, ejerce la misma violencia sobre todos los individuos, sean hombres o mujeres, puesto que los congela en unas identidades establecidas a priori.
Asimismo, unas definiciones demasiado claras y evidentes nos obligarían a ignorar las contradicciones y combinaciones de rasgos femeninos y masculinos que existen en cada mujer y en cada hombre. De modo que el cuestionamiento de los significados que se asignan a la feminidad y a la masculinidad implica inaugurar una amplia gama de posibilidades, reconocer que las características de la personalidad y los deseos singulares resultan no sólo de las diferencias entre hombres y mujeres, sino también de las diferencias que existen  entre las mujeres, entre los hombres, e incluso en el seno de cada sujeto. La apertura de las categorías ofrece la posibilidad de aceptar la diversidad de formas en que hombres y mujeres pueden definir o experimentar su masculinidad o feminidad.

Entonces, ¿Tiene cabida en nuestra sociedad todo lo que pueda encasillarse fuera de lo masculino y femenino a la hora de expresarnos?
¿Tenemos tan asumidos nuestros roles, que nos asustaría no identificarnos con ellos?
Si al final todos/as y cada uno/a de nosotros/as somos personas, seres humanos, ¿Por qué tanto juicio por la libertad de expresión de género?


(Luces y sombras del comcepto de género, Silvia Tubert)


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